Durante toda mi niñez quise tener un perro. Era una petición recurrente, pero no fue hasta los dieciocho años que mi sueño se cumplió. Fue el regalo por mi mayoría de edad. El mejor regalo del mundo.
Siempre había estado en mi familia y un poco en mi, el recuerdo de su último perro, un pastor alemán hembra. De siempre lo tuve claro. Yo quería un perro y quería esa raza. Era la favorita de toda la familia, quizás por la buena experiencia con la anterior. Y queríamos que también fuera una hembra.
Desde que supe que mi sueño se haría realidad comencé a informarme sobre el tema. De los libros que leí, uno Cómo escoger a tu cachorro, decía: Nunca elegir el más pequeño de la camada, son los más endebles.
Fuimos a la protectora de animales a ver si había suerte. Fue un momento difícil, ver tantos animales necesitándote, reclamando tu cariño y no sentir conexión con ninguno, la siguiente opción un criadero.
Recuerdo cuando fuimos al criadero a conocer la camada. Con algo menos de dos meses. Estaban todos en una gran jaula. Cuando nos acercamos vinieron a saludarnos contentos con la novedad. El perrillo más pequeñajo le tiraba de la cola a uno de los grandotes y pasaba de nosotros. Me hizo gracia ese perrillo. Después supe que era una hembra. En un momento dado los soltaron, era su hora de juego. Qué diversión, ocho o nueve cachorros pletóricos rondando alrededor nuestra. En esta que pisé a uno de ellos. Que chilló pero siguió revoloteando a mi alrededor reclamando mi atención. Era la pequeñaja. Y entonces lo supe.
La quería a ella. La conexión se había producido. Nos habíamos elegido mutuamente.

No me importaba lo que aconsejara el libro ni lo que mi madre dijera (era su regalo y algo tenía que decir, ella quería la más grandota y lustrosa). No me importaba que tuviera unas manchas en sus pezuñas que la invalidaban para cualquier concurso, qué más daba eso, qué concurso ni concurso. Para el criador será un alivio, porque era...la peor.
Ya sólo podía soñar con ella. Y unas semanas después, cuando ya estaban destetados, medio criados, se vino para casa.
Desde entonces lo fue todo para mi. Mi amiga, mi hermana, mi hija. Mi otro yo.
Qué fácil comunicarnos, entendernos.
A todas partes juntas. A la playa, al campo, al parque, de fin de semana con amigos. A la cama, porque si, durante mucho tiempo durmió en mi cama, solas o acompañadas. Adoraba sentir su cuerpo pesado, su calor en mis piernas. Cuando fue más mayor simplemente se acostaba en el suelo a mi lado y yo le cogía la pezuña, como le cogería la mano a un bebé, para sentirla cerca.
Qué felicidad su compañía.
Me acompañó en los momentos más felices y en los más tristes. Qué sensibilidad la suya cuando nuestros seres queridos nos fueron abandonando allí en casa.
Nunca un ladrido, nunca una molestia para las visitas. Parecía que no había un perro de ese tamaño en la casa (si no fuera por los pelos jeje)
Qué dulzura en la mirada. Aún recuerdo su mirada, su última mirada. No me la puedo quitar de la mente. Sólo se durmió, la dormimos. Tuvimos que hacerlo, para que no siguiera sufriendo. Qué dura decisión.
Por eso odio París, ella estaba mal, me necesitaba, la dejé y me fuí. Fueron días difíciles para todos. Para ella porque estaba enferma, cuatro días sin salir de casa, de repente ya no podía mover las patas traseras, cuatro días sin hacer sus necesidades. Mi madre esos días viendo cómo empeoraba, y yo tan lejos, sin querer decirme mucho, pero yo notándolo en su voz, en sus medias palabras. Qué angustia.
Me lo decía Jesús mil veces. La quieres más que a mi. Sí, le contestaba, más que a todos. Y era cierto, para que mentir si era verdad. Habrá quien no me entienda (muchos en realidad). Ahora lo sé. La amaba como amo a David. Ni un poquito menos.
Era una relación tan especial...difícil de explicar, de hacer entender, de transmitir.
Lo he dicho muchas veces. No he superado su muerte, no sé si lo haré alguna vez. Esa conexión se rompió y mi cable sigue suelto.
No soy de las que dijo: No volveré a tener un perro nunca.
No, al revés, siempre decía: Algún día. Y ha llegado ese día. Quiero un perro, por mi, pero sobretodo por él. Por David. Quiero que viva lo que yo vivé, que sienta lo que yo sentí.
Soy consciente de que es una utopía, que ellos no tienen porqué conectar como lo hicimos Tana y yo, que David tiene otra edad, otras circunstancias. Pero no me importa. Con que su relación sea la mitad de gratificante que la nuestra será suficiente y sé que lo será.
No se de qué forma porque no lo hablamos delante suya, pero me sorprende pidiéndome un perro.
Mamá, quiero tener un cachorro perrito. Y sacarlo a pasear. Y yo seré su dueño.
¿Y recogerás la caca?
Pues claro, porque será mi perro.
No lo dice como un capricho, como quien pide una chuchería o un juguete nuevo. Sé que no es consciente de la responsabilidad que conlleva pero lo parece.
Estoy convencida que las personas que disfrutan de un perro en casa son más felices. Máxime si es un niño.
Sé que es el momento. David está lo suficientemente maduro para saber tratarlo, para crecer con el. Con una rutina que nos permitirá incluir al nuevo miembro en ella y con mucho tiempo libre para disfrutarlo juntos.
Yo ahora estoy en casa. Me puedo dedicar a el en esos primeros meses de pis-cacas y destrozos.
El piso es pequeño y lo seguirá siendo. El dinero no sobra ni creo que lo haga ningún día.
Jesús lo ha entendido. Estamos de acuerdo en esto como en todo.
Él puso sus condiciones: Cachorro, hembra, pastor alemán o labrador (las mismas que las mías). Me gustan los Golden Retraiver. Creo que al final será un pastor alemán del mismo criadero.
Sí, lo se, hay muchísimos perros que necesitan acogida en los centros. Muchos perros abandonados, maltratados que merecen una nueva oportunidad. Cachorros incluso que terminarán como todos ya sabemos, lo intentaremos allí. Pero quizás no seamos nosotros quien los salvemos.
Esa es nuestra elección, así que de aquí a unos meses...seremos uno más en la familia.