Desde que tengo memoria recuerdo ver corridas de toro por la tele. A mis abuelos les encantaban y como ellos vivían con nosotros, en casa se veían todas las corridas que televisaban. Incluso contratamos el Canal Plus para que pudieran ver más corridas.
Lo que tiene exponerte a algo durante mucho tiempo, más aún durante la infancia, es que te acostumbras, incluso al dolor ajeno te acostumbras. Siempre me gustó la parte folclórica de las corridas: los colores, la música, la estética, el valor de ambos, el peligro... Sin embargo nunca entendí, ni entiendo, porqué tenían que hacer sufrir a un animal de esa manera. No quiero entrar en ese debate, no es el tema. Quiero hablar de un libro que marcó mi niñez.
No se cuantas veces lo habré leído y todas, todas, me termino emocionado, también hoy al leérselo al pollito. Blanquito y Toro cuenta la historia de profunda amistad entre un toro y un espulgabueyes y de cómo gracias a ella es indultado en la Maestranza y devuelto a vivir para siempre en el campo.
Comienza con la presentación de los protagonistas, un pequeño novillo que ya apunta maneras y un polluelo indefenso en su nido. El torito, haciendo gala de valor salva la vida del espulgabueyes a punto de ser devorado por un zorro y ahí comienza la amistad. Los vemos crecer a la par que día a día su amistad, simpre juntos.
Yo, que tantos documentales del toro en el campo había visto, que más de un campo con vacas bravas había pisado, que más de un espulgabueyes a lomos de un toro había oteado en la distancia, sentía la historia cercana, la vivía como si yo fuera el toro en la dehesa, sentía la lluvia, el calor, oía las chicharras...así era yo. Más aún al llegar a Toro a la plaza y ver la panorámica de mi ciudad a vista de pájaro. Porque sí, Toro está orgulloso por haber sido elegido para una corrida, a pesar de que Blanquito hace todo lo posible por hacerle entender que de la plaza los toros no vuelven. Están tan bien reflejadas sus personalidades, tan bien transmiten sus sentires que el corazón parece que se te va a hacer pedazos como a Blanquito siguiendo el camión que lleva a Toro a Sevilla.
En mi imaginación Toro podía ser uno de los seis toros de cualquier tarde. Allí en los corrales estaría Blanquito llorándolo, allí se acercaría un viejo y sabio cabestro para inspirarle la solución. Y mientras Blanquito volaba en busca de sus amigos, yo oía los clarines, los oles, la voz de Matías Prats comentando la última faena y a mi abuelo diciendo que iba a preparse un "nestcafé on picos migaos" y soñaba que ese toro, todos los toros terminaban su vida en el campo, indultados por una nube de pájaros blancos que parecían pañuelos.
Imagino el contrapunto que debió ser en su momento rodeada de librillos de dibujos infantiles, de mucho rosa y empalagamiento, un libro como este en blanco y negro, con la dureza y la precisión de la tinta. No se cuantas veces usé el papel de calca para copiar línea a línea algunos de los dibujos. Es magnífico cómo transmiten el movimiento y las emociones de los personajes, además de dejar ver un profundo conocimiento de los animales que estaba dibujando este pintor y torero norteamericano, John Futon.
Ahora que me paro a leer sobre los autores me llama la atención que una historia que siento tan cercana haya sido escrita e ilustrada por dos estadounidenses. Debieron ser unos guiris muy de aquí
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